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Los secretos de Kentucky: la pizza nac & pop se moderniza Por Aníbal Mendoza Fotos: Víctor Álvarez

 
Con la reivindicación de la pizza de corte, las promociones al paso y la atmósfera barrial, ya cuenta con quince locales en toda la capital. Un caso de éxito.
 

Los años 90, allá por el paleolítico, travistieron el paisaje de la ciudad con su cotillón de nuevos ricos en tiempo de derroche. El enaltecimiento del lumpen, el desprecio por la excelencia y el glamour del exhibicionismo fueron el ajuar de un modelo apañado consecutivamente en las urnas. En su traducción gastronómica, algunos de los estandartes de la época fueron los pizza-cafés, reconversión menemista de los bares de las esquinas. Al amparo de dicroicas y el señuelo de un potus se erigieron templos monumentales con una oferta de cien platos con gusto a tutti frutti para todos los públicos y a precios obscenos.

El formato, como todo lo que lleva el sambenito de moderno, empezó a languidecer hasta alcanzar su fase de extinción y dejar la posta al nuevo apostolado de la tradición.

La cadena Kentucky es una de las emisarias del renacimiento. De ser una pizzería de barrio, emplazada en Puente Pacífico desde 1942, pasó a ser una franquicia de quince locales con una estrategia de expansión que está a punto de traspasar la frontera metropolitana. El año que viene, de hecho, desembarca en San Isidro, previa apertura de otros locales aún en gateras.

CICLO CUMPLIDO

“Laburo y talento. Con uno solo sin el otro no hacés nada”, pregona Sebastián Furman, del grupo que compró la marca a mediados de la última década, cuando se le pregunta por los secretos del florecimiento. “Arranqué en esto a los 18, llevando pedidos en el Microcentro. Me enamoré del proceso de creación de una pizzería, muy distinto del de una confitería o cafetería. En rigor, es lo único que sé hacer”, confiesa el empresario.

Hasta principios de 2000, Kentucky era una parada obligada para un público conformado por viajeros en tránsito del ferrocarril San Martín, jóvenes de resaca de los boliches de Palermo y clientes de la vieja guardia.

La familia de los fundadores se mantuvo fiel a sus recetas y aguantó el mostrador durante sesenta años, tiempo suficiente para legar la posta a sus sucesores. “Simplemente cumplieron un ciclo”, cavila Furman.

Cuando la nueva gestión se hizo cargo del boliche, buscó la manera de reorientar la metodología de trabajo, sin ánimo de tirar la casa por la ventana.

“Apenas adquirimos Kentucky tomamos decisiones estratégicas de cara a la expansión. Decidimos enfocarnos en el concepto de pizza al corte. Funcionó y acá estamos”, explica sin dejar de atender lo que ocurre a su alrededor. “Cañete, allá, mirá”, le indica a uno de los mozos para que atienda rápidamente a unos comensales recién ubicados en sus mesas.

A efectos prácticos, el know how de la elaboración se mantuvo aunque se reacomodó en una oferta gastronómica más dinámica, de toma y daca y reaprovisionamiento permanente de la clientela. Se sistematizaron las promociones a precios accesibles y se multiplicó la barra para consumir porciones sin necesidad de sentarse a una mesa. “La pizza al corte te permite la posibilidad de pasar por ahí y comerte una porción, incluso sin tomar nada. En vez de comprarte un alfajor, por el mismo precio te compraste un producto mucho más nutritivo”, pontifica. Para Furman, las pizzerías se vinieron abajo a caballo de las tentativas de sofisticación que hegemonizaron el mercado. “Los lugares tradicionales de Buenos Aires se dejaron estar, y en gastronomía si no estás activo todos los días dejás de ser competitivo”.

“Nuestro objetivo –apunta- era llegar a la gente que no estaba en condiciones de pagar una fortuna para comer una porquería, como ocurrió durante tantos años”, dice.

FOCO EN LOS CLÁSICOS
La pizza, como para continuar la leyenda, es la misma que se concibe desde antes del advenimiento del General Perón. Horneada al molde, con los sacramentos establecidos por la historia de la mamma patria: harina, queso y salsa en generosas proporciones. Los dueños, en este sentido, apostaron por mejorar la calidad de la mercadería y mantener el sistema de producción.

Solo se redujeron algunas de las variedades, en el afán de concentrarse, sobre todo, en las referencias clásicas del paladar porteño: mozzarella, napolitana, jamón y morrones, fugazetta. 

Hoy se puede degustar una promo de dos porciones de muzza, una de fainá y un vaso de gaseosa, vino o cerveza a 29 pesos en la barra o a 34 en el salón. La misma oferta en la variante napolitana cuesta 32 y 36, respectivamente. Si el convite es con amigos, la grande de mozarella cotiza a 72 pesos y la chica, a 59. No son pocos los que se homenajean con una especial de la casa, una bacanal de mozzarella, jamón, morrones, anchoas, palmitos y champiñones. Los que van a la búsqueda del parque temático de la Buenos Aires vintage tienen moscato, sopas inglesas, y hasta la histórica Copa Melba. En el local de Puente Pacífico, los viernes, sábados y vísperas de feriados, lo pueden hacer a cualquier hora. “Nos gusta la historia y en esas horas la marca se instala en el recuerdo, se incorpora como un ritual en tu vida”, justifica Furman.

En cuanto a la decoración, Kentucky apenas sufrió variaciones epidérmicas. ”Desde 1942, la mejor pizza de Palermo", reza el cartel del histórico local de Godoy Cruz y Santa Fe al que se le adosaron pequeñas intervenciones, como el óvalo que gobierna la esquina. Se unificó la línea, se adecuaron las paredes, los colores de las mesas, los toldos. Se ampliaron las aberturas de madera, se mantuvieron las venecitas, los azulejos, al igual que las fotos y los recortes de diarios, trasunto del imaginario local, arrabalero y canyengue.

“Queríamos que fuera un entorno divertido sin ser vulgar, con tonos y colores amenos”, dice Furman. “El orden convive con cierto desorden propio del ritmo de trabajo. Y eso le da frescura”. Hay portadas de la revista El Gráfico de los años 50, la camiseta de Maradona, el rincón del cantante de tangos Alberto Podestá, el mítico intérprete de Alma de Bohemio que es vitalicio del lugar.

RÉPLICAS ADAPTADAS

A grandes rasgos, el local original oficia de modelo para replicar en otras comarcas. Como una proyección de la atmósfera atemporal que evoca a la pizzería de barrio como referente sentimental. Que a la hora de conquistar nuevas esquinas reverbera como si hubiera estado allí toda la vida.

“La arquitectura mantiene la línea independientemente de donde se ubique la pizzería”, describe Furman. Sin embargo, en cada nueva parada hay una adaptación. “El barrio te hace al local. No es lo mismo Belgrano que Flores”, asegura. “El local de Recoleta tiene detalles más rococó. En Urquiza, más reminiscencias de barrio”. En ninguno de los casos se convocó a un interiorista. “Lo consensuamos nosotros, por instinto o por observación. Estar en la calle te pule, te da cintura para estar atento a los detalles”.

Más allá de los denominadores comunes a todos los emprendimientos, hay espacio para las singularidades en la oferta. Por ejemplo, el local inaugurado este año enfrente del pionero expende chocolate con churros de elaboración propia desde la madrugada y durante toda la mañana. En el recientemente inaugurado local del microcentro, a una cuadra de la Rosada, solo se vende pizza de 10 a 19 horas, a tiempo de tentar a oficinistas y funcionarios.

De hecho, aunque en el local de Palermo perviven los mozos de pedigrí, ataviados a la vieja usanza, con chaqueta blanca y pantalón negro, la apuesta de los locales abiertos en los últimos dos años es el autoservicio. Pizza al paso, barata y con el mismo estándar de calidad. “Hasta ahora son cuatro locales y hacia allí apuntamos”, anuncia el gerente. “Queremos que la pizza te retrotraiga a un estado de ánimo, como los recuerdos de juventud”, poetiza. La apelación es al sentido primal del invento: saciar el hambre inmediata. “El modelo funciona. Hay que trabajar mucho en lo que no se ve, pero ése es el futuro”, asegura.

Contra lo que uno imagina, desde la fantasía o el sentido común, trabajar en un entorno de pizzas no necesariamente mitiga el apetito por consumirlas. “Los amigos, la gente en general, me dicen lo mismo: “Debés estar harto”, pero yo puedo comer pizza por la mañana, al mediodía, a la noche. Nunca te cansás. Creo que hay que cuidarse, variar la dieta -razona- pero si me rijo por el principio del placer, podría comer pizza todos los días”, reconoce, con quince años en el rubro y pasada la treintena. Mal no se lo ve.

NO AL DELIVERY
La experiencia le ha dejado a Sebastián Furman una certeza que no admite apelaciones. “La buena pizza no se puede llevar a domicilio. Son cosas que se aprenden en el trabajo y te quedan para siempre”, espeta y no tiene sentido mentarle alguna experiencia que le pueda hacer reconsiderar su opinión. “El delivery, en nuestro caso, generaría una demanda que no podríamos abastecer con los tiempos que la pizza necesita”, argumenta. Una lógica que no depende de la mera voluntad empresarial o la incorporación de más personal.  “Al salir del horno, la mozzarella se desplaza mucho más, pierde la forma y luego se enfría”. “Mi intención –monologa– es hacer un producto de primera. Para ello, apelo a lo que se concibe como ideal: que la pizza se coma a los cinco minutos de salir del horno. Caliente y crocante. Y no hay más secretos”.  

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